martes, 23 de agosto de 2011

El sol del membrillo, Víctor Erice, 1992


Título original: El sol del membrillo
Director: Víctor Erice
Guión: Víctor Erice
Fotografía: Javier Aguirresarobe & Ángel Luis Fernández
Música: Pascal Gaigne
País: España
Año: 1992
Género: Documental
Duración: 139 min.



Ésta es la historia de un artista (Antonio López) que trata de pintar, durante la época de maduración de sus frutos, un árbol —un membrillero— que hace tiempo plantó en el jardín de la casa que ahora le sirve de estudio. A lo largo de su vida, casi como una necesidad, el pintor ha trabajado sobre el mismo tema en muchas ocasiones. Cada año, con la llegada del otoño, esa necesidad se renueva. Lo que el artista no ha hecho nunca en su pintura del árbol es introducir entre sus hojas los rayos del sol. Desde el estilo que le es propio —un estilo que parte de la exactitud— esa tentativa posee una gran dificultad, se revela, según las circunstancias, casi como una imposibilidad. En esta ocasión decide afrontarla. Pero lo hace como es habitual en él, con una tensión razonable, sin perseguir siquiera el acabado del cuadro, sin otro afán que permanecer unas semanas junto al frágil y generoso árbol. La película da cuenta de esta experiencia y, a la vez, de todo aquello (el paso de los días, la rutina cotidiana de personas y cosas...) que gravitan sobre esa casa y ese jardín. Un espacio y un tiempo —otoño de 1990— donde el artista trabaja y los frutos del árbol llegan al momento de su máximo esplendor. Cuando el invierno empieza a anunciar su llegada, los membrillos maduros, al caer de las ramas, ponen punto final a la labor del pintor, iniciando en tierra el proceso de su descomposición. Es entonces cuando, en la noche, el pintor nos cuenta un sueño. (FILMAFFINITY)

Víctor Erice deja transcurrir años entre obra y obra. Pero cada vez que las da a conocer nos sorprende. Incorporadas a la historia del cine, El espíritu de la colmena y El Sur son filmes singulares y representativos, no sólo de la trayectoria de su realizador, sino de una época de España. Íntimas y cálidas son, sin embargo, muy fuertes. Su última obra, El sol del membrillo fue exhibida ante el imperturbable desinterés de los distribuidores, que no la han considerado lo suficiente comercial.

Imagen enmarcada en otra imagen, dos seres, dos creadores ansiosos por suspender la vida, por capturarla y ofrendarla. Así, Antonio López –reconocido pintor español– es el sujeto filmado por Víctor Erice. A su vez, Antonio López escoge otro sujeto para inmortalizar, el membrillo que ha sembrado hace años en el patio de su casa.

Construida como un documental, en el que los personajes se representan a sí mismos y las acciones filmadas son las que ellos realizan, la película de Erice va más allá del clásico género para coquetear con la ficción, ofreciéndonos un producto diferente a los que como espectadores estamos acostumbrados a percibir.

La cámara registra los preparativos del lienzo, el entorno familiar, los amigos, los albañiles, los ruidos del vecindario... El detenimiento de Erice en el detalle nos permite seguir cada uno de los pasos. La mirada acuciosa, la elección del ángulo, la demarcación del espacio. Pinceladas sobre los frutos, sobre los muros, determinan marcas precisas a los ojos del pintor. La extensión de líneas y el uso de la plomada servirán para resolver los trazos que le darán equilibrio al modelo y permitirán plasmarlo casi con equivalencia en la tela.


Antonio López desarrolla un ritmo que busca el encierro del modelo en límites precisos, la ubicación de la mirada que queda presa entre los cordeles que encierran el árbol, así como el ángulo de visión determinado por la posición de los pies, fijos al suelo, que movilizan el cuerpo férreamente.

El membrillo en otoño le debe su iluminación a fugaces rayos solares que López intenta perpetuar. Así, Erice nos ofrece una dulce lucha entre el pintor y el paso del tiempo que amenaza con quitarle la posibilidad de concretar su obra. López sigue diariamente una realidad concreta. La maduración de los frutos, futura muerte, estableciéndose así una relación intimista con esa muerte, a la que desafía cotidianamente para ganarle en el transcurrir del tiempo.

Cine y pintura se plantean como vehículo ante la necesidad de mostrar una doble realidad: la del árbol frutal, la del pintor frente a su obra. Lucha sutil ante lo inexorable, visible en el proceso de maduración del árbol, imperceptible en el envejecimiento del hombre. Esfuerzo por captar un momento. La pintura detiene la vida. El cine le agrega movimiento. Sin embargo, ese movimiento es el que nos entrega la realidad de lo perecedero, de ese transcurrir que promete la muerte a los seres vivos.

Partiendo de una necesidad similar –la intención de capturar un instante de vida– el cine y la pintura nos ofrecen dos situaciones contrastantes. La pintura expresa el momento de mayor esplendor del membrillo. El cine nos ofrece su decadencia. Así mismo, el cine nos permite espiar la impotencia del pintor, quien frente al paso del tiempo y a las inclemencias del clima, se ve limitado a pintar un modelo sin lograrlo realmente.

Los sonidos ambientales que responden al día de la semana que transcurre –domingos apacibles, lunes ruidosos–, así como las noticias narradas por el radiorreceptor, nos ayudan a enmarcar, desde el cine, al pintor y a su modelo. Es un entorno real, histórico, documental. Sin embargo, las visitas que López recibe mientras pinta, las conversaciones con los albañiles extranjeros, han sido previstas en un guión, detalle necesario para entender el coqueteo de Erice con un género ambiguo que se balancea entre documental y ficción.

La sencillez de la película se apoya en el desarrollo cronológico, el ritmo pausado, demorado en la observación y enriquecido a través de sobreimpresiones elípticas y fundidos a blanco puntuales. El sol del membrillo cuenta con un orden consciente, en el que están claramente delimitados los roles de la pintura y del cine. Erice plantea un discurso honesto, en el que hay un compromiso frente a la realidad. Tanto a la ofrecida por el membrillo al pintor, así como la del pintor frente a la cámara cinematográfica, obteniendo el espectador una experiencia lúcida, en la que ambas realidades se conjugan ante sus ojos.

Liliana Sáez (kinephilos)


"La idea que sustenta este proyecto cinematográfico es muy sencilla. Consiste, sobre todo, en la captación de un acontecimiento real: la pintura y el dibujo de un árbol. A propósito de este hecho, algunas de las cuestiones más elementales que, de manera inmediata, se pueden plantear son las siguientes: quién es el artista, qué es lo que pinta, y cómo lo hace.La película ofrece pronta respuesta a estas demandas: el artista se llama Antonio López, y pinta con un estilo que, basado en la exactitud, puede denominarse realista un membrillero que ha plantado en su jardín. Pero lo hace, y éste es un detalle fundamental, ante un equipo de cine, provisto de una cámara y un magnetófono, que trata de recoger las imágenes y los sonidos de este suceso. Es así como, en este caso, la pintura y el cine entran en relación. Una relación que aquí supone la renuncia explícita a cualquier forma previa de fabulación y dramaturgia, incluso a la que podría elaborarse a partir de los datos más significativos de una biografía. Pero que, además, igualmente prescinde del ejemplo, ya tradicional, que constituyen los denominados documentales de Arte; es decir, aquellas películas que utilizan la obra pictórica para los fines de una síntesis cinematográfica.
Especie de diario elaborado a partir de la captación directa de los hechos (todas las personas que aparecen en las imágenes se representan a sí mismas, y lo que dicen les pertenece), El sol del membrillo trata, más bien, de buscar una relación menos evidente entre la pintura y el cine, observados ambos en lo que tienen de instrumento de captura de lo real; es decir, como formas distintas de llegar al conocimiento de una posible verdad.
A lo largo de este siglo, los pintores y los cineastas no han dejado de observarse, quizás porque han tenido, y siguen teniendo, más de un sueño en común -entre otros, capturar la luz-, pero, sobre todo, porque su trabajo obedece, como señaló André Bazin, a un mismo impulso mítico: la necesidad original de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma; el deseo, totalmente psicológico, de reemplazar el mundo exterior por su doble. La fotografía primero, y el cine después, explican en cierto modo algunos de los aspectos más sustantivos de la evolución de la pintura moderna. Con su aparición, estas dos invenciones provocaron una mutación profunda del estatuto de la imagen, de su producción y consumo, que se ha extendido hasta nuestros días. Ampliando extraordinariamente el horizonte de esa mutación, la televisión y el vídeo han tomado el relevo precipitando la crisis del cine, su conciencia de la propia caducidad. Acaso por todo esto, la pintura y el cine contemporáneos transitan por más de un territorio común, compartiendo incluso parecidas frustraciones y esperanzas. Porque en un momento como el presente, en el que la inflación audiovisual ha llegado a extremos inimaginables, la cuestión que se impone, más que nunca, es la siguiente: cómo hacer visible pintar, filmar una imagen."
Víctor Erice

No hay comentarios:

Publicar un comentario